29 de junio de 2009

Juventudes PRO



Anoche, al igual que cuando la victoria de Macri en la elección para jefe de Gobierno en 2007, algo impresionaba de la celebración en el búnker triunfador. En esta oportunidad, al menos, no habrá segunda vuelta, doble festejo. Frente al espanto de ratificar que la más astuta de las derechas nacionales capturaba otra vez la preferencia de los votantes de la ciudad de Buenos Aires, entre la marea de luces amarillas y la música cual cumpleaños de quince, ante la rabia por la reivindicación del linaje garca de los Pinedo y la sonrisa desapasionada de empleado fiel pa' lo que guste mandar de Rodríguez Larreta, había algo que se destacaba por sórdido, por desesperanzador, y eran las juventudes del PRO.
Uniformados, voluntariosos como todo militante, se los veía revolear las remeras. Así corresponde. Ganaron, la victoria les pertenece en su participación activa, tanto como en la identificación con el partido, en la que semejan una hinchada de fútbol que toma el lugar de su equipo: "somos campeones". Mucho deben haberle dado a sus candidatos, decenas de horas, kilómetros de caminata por lugares que probablemente juzgaron peligrosos, barrios precarios a los que no estaban acostumbrados. Poco y nada esperaban a cambio, que Gabriela confirmara su esperado primer puesto, que Francisco esta vez lograra la hazaña; si todo salía bien sólo querrían estar dentro de la fiesta y bailar, saltar, cantar, tal vez conseguir una buena foto con el teléfono para subir a Facebook.
Una vez confirmada la noticia de que se le había arrancado la provincia al peronismo, se los veía hacer la arenga mientras el equipo en pleno ocupaba el escenario sonriente, satisfecho. Jóvenes que vivaban a millonarios, como sucede en la mayoría de los grandes conciertos de rock, sólo que en este caso los únicos que llenan con "artista" el rubro de su ocupación son los imitadores de la troupe de Tinelli ("¡los sacan igual!").
¿Quiénes son estos jóvenes, los que sostienen la algarabía de los festejos de una nueva fuerza política, cimentada en la exitosa imagen de un heredero de la patria contratista y ahora reforzada por otro que echó a su propio hermano de la empresa familiar? Sus líderes machacan con la desideologización de la política, narcotizada por la fantasía de la gestión efectiva y ellos deben creerles, se supone. Jóvenes sin ideología, es decir sin sueños, probablemente sólo con principios que sus referentes, lo sabrán tarde o temprano, no honrarán jamás.
¿Se sentirán militantes o se sentirán empleados eficaces? La parafernalia del PRO es la de una gran empresa, moderna, en la que los eufemismos reemplazan las categorías que las atraviesan, casi infantilmente, como cuando llaman a sus adversarios de turno representantes de "la mala política". La fuerza de la juventud radica en su ardoroso deseo de dejar de ser niñez, sin embargo los jóvenes de amarillo a sus rivales les dicen: ustedes son "malos".
Sus candidatos no los cautivaron con oratorias encendidas, no apelaron a sus pasiones, no tocaron ninguna cuerda romántica. Apenas pueden, Mauricio, Francisco, Gabriela, balbucear dos oraciones seguidas, guturantes y arrastrando las eses, hiperguionados en cada aparición pública. No hay romance posible en esas ideas, en la ideología de la desideología, no hay una conexión con nada que no sea la identificación con esos ejemplos del éxito individual. Tan sólo, entonces, el convencimiento de que "nosotros somos los buenos", porque no robamos, porque estamos bien alimentados, bien vestidos, bien educados, porque no necesitamos de la escuela pública, ni del hospital, ni jamás iremos a un acto como las hordas de pobres a las que los malos políticos llevan de acá para allá tras el humo de un chori. Nosotros dejaremos a los pobres pobres de una vez en sus barrios, donde pertenecen, mientras los mejores de los buenos manejamos el país.
Sin dudas, el secreto mejor guardado del PRO es el método de cooptación de sus militantes (a los que, filas adentro, deben llamar de algún modo más acorde a la buena política que el cronista desconoce), la forma en que consiguen el empuje desinteresado de un grupo de jóvenes sin apelar jamás a rebelarse contra la injusticia, la desigualdad -o sea, la pobreza, el hambre- y sin tampoco promoverla abiertamente, como sí hacen los neofascistas, muy atractivos para otras juventudes mentalmente débiles.
Reclutados en la perezosa academia privada y atraídos, tal vez, por la amenaza periodística de la "inseguridad", por la permanente asociación sospechosa entre Estado y corrupción, por una idea de lo público como servicio, de los derechos sociales empatados con los del consumidor y de los derechos humanos sólo-para-los-delincuentes, al abrazar las causas que les dicta la tele adoptan la conducta de un anciano, cuyo discurso es el del noticiero y su voz la del conductor.
Así, niños o viejos, los militantes veintiañeros del PRO renuncian al romanticismo, al calor que sólo una injusticia puede encender en el espíritu. Renuncian a ser jóvenes.

El punto de vista crea el objeto

Entonces también...

y además...